Algo de historia
Mendoza: Toda la verdad (Primera Parte)
Fuente: "2001" Nº 2 (18 de octubre de 1968)
Autores: Alejandro Vignati y Marcelo Ray
Material enviado por: Rubén I. Mansilla
Mar de Ajó – Argentina
Transcripción: Carlos Alberto Iurchuk
Volábamos bajo, y en el cielo de Mendoza aparecieron las primeras luces. Luego, el avión tomó hacia el norte, dio algunas vueltas y descendió. Allí, entre algunas de las 500.000 personas que forman el núcleo urbano mendocino, estaban las que íbamos a buscar.
En la madrugada del 30 de agosto de 1968, un hombre bajo, de sesenta y dos años, rostro anguloso, pelo blanco, sale de su casa en la calle Juan Bautista Alberdi 108, del mendocino barrio San José, en Guaymallén. Se había levantado a las cuatro y treinta de la mañana de ese día, desayunando frugalmente y mirando el cielo con cierta ansiedad. Esa tarea le insumió exactamente desde las cuatro y cuarenta y cinco hasta la cinco y treinta. Luego, salió a la calle; caminó 20 cuadras. Llegó hasta radio L.V. 10 a las cinco cincuenta y cinco, y a las seis su voz salió al aire:
- Buen tiempo y temperatura agradable. Nuestro satélite se encuentra en la constelación de ESCORPION, y la estrellas ANTARES corresponde a lo que se llama corazón de la constelación.
Por la noche, el mismo personaje habría de predecir: "Esta noche tiempo bueno y temperatura agradable en nuestra región de Cuyo. Para mañana, ascenso de la temperatura, algunas nubes y estados ventosos cálidos. La temperatura en estos momentos, 12 grados, la humedad alcanza el 62 por ciento; cielo despejado en Mendoza. Muchas gracias y buenas noches.".
Luego, Bernardo Rasquín tomó el sobretodo. Se fue a su casa. Concluyó su día. Este hombrecito, meteorólogo de expediciones de alta montaña – una especie de "institución" mendocina – cenó, repasó algunos libros y fue a dormir. A esa hora, otras dos personas atravesaban la ciudad y se dirigían a su trabajo. Eran dos empleados del Casino, no muy amigos, casados y jóvenes. Juan Carlos Peccinetti (26) y Fernando José Villegas (29), no tenían ni remota idea de lo que les iba a suceder.
En síntesis, ésa fue la noche. Pero hay que retroceder, buscar, indagar antes de esa noche. ¿Quién o quiénes se movían en esta madeja de personajes? ¿A quiénes les estaba asignado un lugar predilecto en esta "supuesta" aventura de la imaginación?
Por eso hay que retroceder. Volver al viernes 30. Amaneció limpio; los Andes recortados. Fue un día más. Los 500.000 habitantes del núcleo urbano comenzaron sus tareas. Abrieron los negocios, salieron los canillitas, se inundaron las plazas. Aire, luz, sol alto. Los 166.905 kilómetros cuadrados de la provincia se llenaron de vida. Y sus 895.000 habitantes nada sabían de algo que – tal vez – los iba a transformar radicalmente. Todos fueron a sus ocupaciones habituales: médicos, jueces, militares, civiles, abogados, criminólogos, policías, norteamericano de la base de Plumerillo, mozos de bar, taxistas. La ciudad estalló: se llenó de voces y de gritos. Micaela y Juana – habitantes de un "ranchito" en la calle Boulogne Sur Mer al 2400 – despidieron al esposo de una de ellas (otra es la madre del marido) y limpiaron el piso de tierra de la vivienda. El juez Jorge Marzari Céspedes pensó en los juicios del día y urgó curiosamente en su memoria buscando pruebas, refutaciones y testigos. Roberto Hartkof, teniente coronel a cargo de la Jefatura de Policía, acudió a sus ocupaciones habituales. Ambrosio García Lao, jefe de Prensa del Canal 7 y corresponsal de una revista de Capital Federal, subió hasta el tercer piso de la emisora de televisión y pidió un café. Hojeó los diarios y anotó los hechos importantes. Todo estaba como hace días, semanas atrás. Seguramente el doctor Ferrari – jefe de la Sección Sanidad de la Policía de Mendoza y médico interno por concurso, grado 3, en el Hospital Lagomaggiori – pensó en la guardia semanal que le tocaba esa noche. Tal vez fue eso lo que pensaron el comisario Miguel Montoza – 25 años de actividad – de la seccional sexta, y el inspector Palomo Albornoz, de la 33. Para ellos el día era normal. El mecánico Toujas estaba arreglando un automóvil, relativamente nuevo, cuando entraron en su taller dos personas que, al volante de un coche nuevo, arrastraban mediante una "lanza" a otro: un viejo modelo Whippet 1929, con carrocería Chevrolet 1934. Al volante iba Fernando Villegas. Tenía dos cables de la bujía cambiados y no arrancaba. Peccinetti – y su señora – acompañaban a Villegas. Era un arreglo como tantos. No hubo nada anormal. El Liceo Militar General Espejo cambió su guardia y asignó los turnos de la noche.
La imagen comenzaba a ser clara. Cuando pensábamos que había que encontrar un punto clave para desentrañar esta madeja compleja y oscura, llegaron hasta nosotros los últimos datos. Estábamos en posesión de la dirección de los protagonistas. A 24 horas de nuestra llegada a Mendoza supimos que nuestra tarea no iba a ser fácil. Salimos del bar El Mendocino y atravesamos la calle para hojear la última edición de "Los Andes". Algunas personas entraban y salían de los lugares públicos. Las noticias eran simples y comunes. El restaurante Nicolita calmó los apetitos.
Comenzaba el segundo acto. Pero ¿por dónde comenzar? Pensamos que habían pasado ochocientas dieciséis horas desde que la modorra mendocina se despertó y saltó como un fogonazo. Pero estábamos seguro de algo. De existir, realmente, algo extraño, lo íbamos a saber. Esa, lector, era la misión por la cual 2001 nos envió allí.
El camino del Diablo
Arde el sol, golpea y sube un calor fuerte por los muros. Mendoza y su mediodía caen a pique sobre la gente. Murmullos y ruidos ajenos. El taxi corre rumbo al Norte; sube por San Martín; dobla hacia el Oeste. Vemos las montañas. Seguimos rumbo al Norte. Mendoza pasa velozmente; percibimos los cipreses y los árboles de un verde luminoso. Cuando avanzamos por Boulogne Sur Mer – avenida límite al Oeste – divisamos el Liceo Militar General Espejo y, más arriba, amarillos, rectos, encuadrados, los monobloques del Barrio Cano (ex casas colectivas). Buscamos uno en especial. Y un número y una calle que ahora no revelamos. Estábamos en eso cuando una mujer pequeña, simpática, con un bebé en los brazos, nos abre la puerta, saludamos y preguntamos por su esposo. Habíamos convenido una cita. Su marido, Fernando José Villegas, mientras hacía un ademán a Juan Carlos Peccinetti, se adelantó a saludar. Ellos estaban allí. Los protagonistas principales del "supuesto" aterrizaje de un OVNI en Mendoza, y su posterior contacto con los tripulantes, apenas sonrieron. Eramos periodistas y eso nos molestó mucho. Pero había que seguir.
"Ese día – confiesa Villegas refiriéndose al viernes 30 de agosto – me sentí aliviado de la gripe del jueves. Por otra parte, tuve un problema. Cambio de cables en las bujías del auto. Es el coche más viejo, el que más se presta a bromas. Sí. Era una de tantas. Era la broma clásica de los compañeros: volcarme basura o colocar los tachos en el techo del auto. La noche del jueves, cuando fui a arrancar, escuché explosiones. Decidido a regresar por otros medios, vi en ese momento a Peccinetti y un amigo que se iban. Les pedí que me empujaran. Fue inútil. Ahí, al revisarlo, noté la broma. Apenas si conocía a Peccinetti como amigo, pero me ayudó. Así que tomamos un taxi y me trajo hasta casa. Tomamos un té (yo estaba solo), luego volvió y nos fuimos. Recuerdo que ese día, o sea la madrugada del viernes, él dejó su gabán olvidado. Recogimos a su señora y buscamos una lanza para remolcar el auto".
En ese momento Villegas se detiene. Parece recordar. No es muy alto, usa anteojos negros, tiene una nariz recta, perfilada, los rasgos angulosos, la piel cetrina; todo contrasta con el metro noventa de Peccinetti, el físico atlético de este último, su parquedad al hablar, la poca importancia que da al suceso. Pero Villegas no. Decide hablar, explicar, con calma, fría y lógicamente. Apenas si logramos algunas confirmaciones por parte de Peccinetti, que asiente con la cabeza o niega. Frente a un Villegas supuestamente tímido, emotivo, temeroso, pusilánime, fácilmente sugestionable, anotamos un hombre lúcido, lógico, coherente en su relato, parsimonioso, dueño de una situación económica humilde, padre aparentemente afectuoso. Por su parte, en lugar del Peccinetti locuaz, enérgico, dicharachero, dominador, nos encontramos frente a un muchacho serio, correcto, parco, aparentemente indiferente, hastiado y cansado del problema; que repite con cierto desgano el suceso y trata de terminar rápidamente el asunto.
Esa era la técnica de la entrevista. El departamento de Villegas, en ese momento, era testigo de un diálogo entre hombres que buscaban la verdad y hombres cuestionados por las autoridades. Por eso tuvimos que ser duros. Preguntar, extraer.
- Remolcamos el auto – arriesga Peccinetti.
- Sí. Entré al taller – dice Villegas (Se quedan callados. Luego, el hilo se retoma).
El dulce color de las estrellas
Aquí, realmente, comenzaba la trama. Tomamos especial cuidado en hablar despacio, indagar lentamente. Y repetir algunas preguntas. El relato fue de uno. O de ambos. Porque dijeron lo mismo. No hubo contradicción. Al menos, eso es lo que recogimos aquí.
- Era mediodía – acota Villegas, remontándose al viernes 30 – Después de salir del taller, el auto funcionaba perfectamente. No le noté nada raro. Fui a la estación de Jorge Calle y Perú y cargué la batería. Regresé a mi casa. Volví. Dormí. A la noche, me fui a trabajar. Peccinetti me encuentra a las diez y media de la noche y me comenta el olvido de su abrigo.
- Sí. Estaba sin auto – contesta el aludido – El bendix no me agarraba; ya me pasó en otra oportunidad.
- Me retiré temprano esa noche del viernes – afirma Villegas.
- Me quedé hasta después de las tres – asegura Peccinetti.
- Crucé al Bacará – dice el dueño del auto – y estuve con cuatro amigos. Me invitaron a un café. Se hizo tarde y salió Peccinetti. Estaba sin auto, y cada vez que encuentro a un compañero, lo traigo. Si bien él vive en el extremo Sur y yo al Norte, me pidió ir a buscar el abrigo y luego llevarlo hasta su casa. Accedí.
Aquí, una duda. ¿Por qué Peccinetti, siendo una noche no excesivamente fría, insistió en ir a buscar el abrigo? ¿No podía esperar hasta el otro día?
- En ese momento quise, al menos, que me devolviera, por así decirlo, el favor del día anterior: empujar el auto y llevarlo hasta el taller. Insisto en que estaba muy cansado y no conocía el camino a su casa. Nunca había estado en ella. No éramos amigos (Peccinetti calla).
- Subí por la izquierda (donde aparecieron los grabados), dado que es el único lugar que tiene la llave. Pasé a la derecha y me instalé al volante – continúa Villegas – Ese día salí por Perú – reconozco que nunca tomo ese trayecto – Subiendo por Jorge Calle salgo derecho a casa. Pero no. Esa noche – no sé por qué – doblé, luego de tomar la calle, hacia el Sur por Olazcoaga. Llegué hasta Paraná hacia el Oeste – Peccinetti no hablaba – y torcí hacia el Norte por Paso de los Andes. Seguí hasta Moldes, llegué hasta Huarpes, doblé por esa calle hacia el Norte (allí tenía nuevamente la posibilidad de llegar hasta Boulogne Sur Mer y salir a casa, pero no lo hizo) y nos topamos con Laprida y, al llegar a Neuquén, doblé nuevamente hacia el Norte. Hice unos 50 metros. En ese momento, el auto se paró.
Estábamos en el instante justo. Y esperamos con ansiedad el resto del relato. Frente a los reales protagonistas del suceso, ellos hablaban libremente, sin trabas, tranquilos. ¿Qué había pasado esa noche allí?
El momento de la verdad
Muchas fueron las deducciones, los pro y los contra de la policía. Nosotros visitamos el lugar: un terreno baldío frente al Liceo Militar, árido, con tierra seca, que se levanta polvo cuando sopla viento muy fuerte, tiene una dimensión, aproximada, de 16 x 26 metros, lindando con una acequia pequeña en el límite con la calle Neuquén, y otra amplia, que lo separa de la calle Jorge Newbery.
Eso es todo. En esa hora – 3.42 del sábado 31 de agosto cuando a Villegas se le paró el auto – pasan pocos automóviles. Hacia la izquierda, cruzando Boulogne Sur Mer, a varias cuadras, se levanta el Hospital Lagomaggiore. Arnaldo Ferrari hacia guardia allí.
Seguimos preguntando. Al llegar a este momento, sin darlo a conocer, comenzamos un cuestionario cuidadosamente preparado. Ellos no lo sabían. Pero no podían escapar a la verdad.
- ¡Se paró el auto! – dijo Villegas esa madrugada – Allí ya se había despertado Peccinetti. A él no le llamó la atención. Era un auto viejo, tenía problemas siempre. Carburación mala – acota Villegas.
- Me bajé por el lado derecho y fui hacia el motor. Por su parte, Peccinetti descendió por el lado izquierdo. Al dar vuelta frente al auto y llegar a la altura del guardabarros izquierdo, miré hacia el oeste. Dije: "¡Flaco mirá!" Allí, suspendido a un metro y setenta sobre el suelo, más o menos, con forma semejante a dos platos pegados por sus bordes, despidiendo una luz oblicua (haz compacto) en un ángulo de más o menos cuarenta y cinco grados, estaba un objeto. Tendría (esto lo recuerdo ahora, al analizar los hechos) unos cinco a seis metros de ancho, de un color gris oscuro. En un comienzo no vi nada. La distancia sería de unos 30 metros o más hasta nosotros. Tenía una pequeña oscilación (Peccinetti no la advirtió) y allí estaban ellos.
Peccinetti se revuelve en la silla. No fuma. Parece como distraído. O cansado de repetir lo que mil veces dijo a todo el mundo. Estábamos obteniendo detalles que no se conocen. Era el relato fiel, sin tapujos o deformación. Era, para ellos, su gran verdad.
Otros seres: ¿Otros mundos?
- Sí, eran cinco – dice Villegas.
- Lo primero que vi fue la luz del aparato – afirma Peccinetti – luego los seres. No sé si eran cinco. Supe que eran cinco cuando se adelantaron tres y quedaron dos. En ese momento sentí una gran impresión. Tuve un poco de temor. Luego perdí las ganas de correr, me sentí como cuando me dieron, en cierta oportunidad, una pastilla para operarme. No. No estaba cansado en ese momento. Era como un relajamiento, un no sentir nada. Sólo estar allí.
- No tenía miedo, estaba paralizado. Miraba fijamente el objeto (en eso coinciden ambos también). No podía moverme. Es más. No era que no podía. Simplemente (y acuerda Peccinetti) no teníamos ganas de hacer nada. Ni correr, ni huir, ni hablar. Sólo la vista fija allí.
- ¿Cómo reconocieron que eran extraterrestres? Ellos contestan: No hemos afirmado en ningún momento que lo sean.
- No sentíamos ni calor, ni frío, ni nada – exclama Villegas – Estábamos como ajeno a lo que pasaba. Ellos caminaban lentamente, como personas comunes. Del tercero de ellos partió un destello.
- Tenían las orejas recortadas por la luz del fondo. Eran como las nuestras. No movían los labios (eso al menos me pareció). Poseían rasgos de una persona normal.
- Nunca los pude mirar a la cara. Se me acerca uno de ellos a mi derecha, y sin poder girar los ojos, alcancé a ver, cuando salieron de mi visión directa, lo que el rabillo puede vislumbrar (Lo mismo Peccinetti).
La conclusión es obvia. Estaban como en un estado de hipnosis, y vieron directamente a estos seres dentro del radio de visión directa a ellos. Cuando salieron de esa dirección, sólo el ojo alcanzó a ver por el costado.
- Eran pequeños, de alrededor de un metro y cincuenta de estatura. Sentí, a medida que ellos avanzaban, dos palabras en castellano – afirma Villegas.
- Era como si fuese mi mismo pensamiento, pero en forma más nítida. Sí. Eran dos palabras: NO TEMER. NO TEMER. Las tenía aquí, en mi cabeza – asiente Peccinetti.
- Tenía la mente en blanco – dice Villegas.
- Después de escuchar las palabras no tenía necesidad de responderle – dice Peccinetti.
- No tenía ganas de hablar – sigue su amigo.
- Escucho solamente NO TEMER. Luego: TRES VUELTAS AL SOL PARA ESTUDIAR COSTUMBRES E IDIOMAS.
- Cuando ellos venían caminando aprecié una ropa más o menos enteriza. Eran similares entre ellos. Al menos parecidos. Vestían unos buzos u overoles como los de corredores de auto. No les vi las manos (Peccinetti tampoco). A mí me tomaron la mano izquierda. Eran calvos, de cabeza grande.
- A mí también – dice el más alto de los dos.
De todas las sangres, la nuestra
¿Qué sucedió entonces? Es fácil deducir que les tomaron las manos – y ambos coinciden en ello – con algún propósito determinado. Hasta el momento, de los dos muchachos ninguno se había movido. Pero las palabras, o mejor dicho, el pensamiento de cada uno de ellos, más fuerte, formaba las siguientes frases: NO TEMER... LAS MATEMATICAS SON EL IDIOMA UNIVERSAL.
Así prosiguió el "monólogo"; la transmisión de mente a mente que inducía alguno de los seres.
Aquí, Villegas aporta un dato fundamental.
- Uno de ellos – dice – repetía: DOMINIO DE LA GRAVEDAD.
Lo que sigue es el resultado de comparar las dos opiniones.
Se acercó uno de los dos que había permanecido atrás (el otro siguió en el mismo lugar) con una especie de rueda (por la forma) del tamaño de una de bicicleta (algo más chica tal vez). Se detuvo ante la acequia que separa el baldío de la calle Neuquén. Esta acequia mide unos 45 centímetros de ancho, y la "pantalla" circular, iluminada, mostraba imágenes en colores.
- Primero vi una catarata con abundante agua. Estaba fija (Villegas).
- Sí. Parecía una catarata común. Habrá durado unos tres segundos. Luego se apagó (Peccinetti).
Villegas afirma. Lo hacen indistintamente. Habla uno de ellos o los dos a la vez. Lo cierto: no se contradicen ABSOLUTAMENTE.
- Luego – dice Villegas – vi como un hongo atómico.
Su amigo aclara: "Era como una nube grande, similar al hongo. Se veía contra el azul del cielo. Luego, vimos las cataratas otra vez. Es decir, me pareció el mismo paisaje anterior, pero sin agua. Las mismas rocas y los árboles, pero desnudo".
- Parecía invierno (al unísono).
Retomamos el relato en el punto en que les pincharon los dedos.
- Me tomó la mano izquierda (el que estaba a mi lado derecho) – afirma rotundamente Villegas – y sentí un pinchazo en los dedos índice y mayor.
Peccinetti muestra las tres punciones. Es el dedo mayor de la mano izquierda. Aún las conserva. Nítidas. Aunque el parte médico dice que las de Villegas eran profundas, y las de Peccinetti superficiales. Este continúa:
- Mientras tanto, advertí por el rabillo del ojo, un chisporroteo a mi izquierda, abajo. Cuando ese chisporroteo terminó, los tres se fueron juntos.
Exodo
- Sí. Partieron los tres y luego el otro – el de la pantalla (según Villegas) – Insisto en que eran como personas normales. Cruzaron la acequia (no vimos como) y llegaron hasta la zona iluminada.
A partir de aquí el relato de los dos es el mismo: subieron por el haz de luz como si fuera una escalera mecánica, uno detrás de otro. Esta se apagó al subir el último. Luego, una explosión que Villegas sintió como un "flameo" en los pantalones y Peccinetti como un golpe de aire en el cuerpo.
Al partir el objeto, o nave, recuperaron el sentido. Salieron corriendo.
- El iba delante de mí (no pude correr mucho por la lesión en el talón). Villegas se cayó. Lo levanté y llegamos hasta el Liceo.
Notamos aquí que dice "lo llevé, lo cargué hasta el Liceo". El reloj de Peccinetti estaba parado a las tres y cuarenta y dos. La temperatura, según Razquín, era bastante fría.
Se afirma que la guardia dormía. Por eso, por eso cuando los gritos de Peccinetti y Villegas alertaron a los soldados, se desató la tempestad.
Los extraños símbolos aparecidos en el automóvil
Continuará...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario